Muchas veces la pregunta â¿qué es lo que sucede ahÃ?â (por ejemplo, mientras la familia cena y mira la televisión) sesga las respuestas en un sentido unitario y general como si allà sucediera solamente (un) algo, que es lo que se ve. Pero por lo general las cosas no son asà y por eso serÃa conveniente cambiar âloâ que sucede por âquéâ sucede a secas, que deja abiertas las puertas a lo plural. Y es que en cada actividad cotidiana, aun en las más oficiales, rutinarias, ritualizadas y sacrosantas, pasan muchas cosas más. Como se dice, en todas partes se cuecen habas, o, en la clave de lo que viene, se tramitan imágenes y mensajes para pensar en un delicioso sentido provisional âquién es unoâ. 5t662l
Luego de probar con otras formas no pude sino comenzar asà esta reflexión que dedico a Raffaella Carrá, la mÃtica showgirl italiana, Ãcono gay absoluto, que cumple 70 años.
La evocación de Raffaella me transporta a una época en la que quien escribe (de pantalones cortos) no llegaba a tocar el piso sentado a esa mesa que tantas veces le resultó insufrible. Menos mal que estaba la televisión (y no lo digo solamente por mÃ). Miro la mesa rectangular desde arriba y el televisor que estaba en un mueble situado en el ángulo derecho justo detrás de mÃ. IncreÃble: cuando ella aparecÃa, los sábados por la noche, el único que no podÃa verla era yo, lo cual motivaba que diera vuelta la silla âdejando de comer y de encontrarme con las caras de siempreâ y, de suma importancia, dándole la espalda a papá, que era como darle la espalda al mundo. Entonces pasaban muchas cosas: creo que papá la miraba porque era muy atractiva sexualmente, que mamá la iraba por su silueta y su vestuario, que mis hermanos quedaban embelesados por sus canciones tan pegadizas para los niños, pero creo âsobre todoâ que todos me miraban a mà que habÃa dejado de mirarlos a ellos para hacerme mi mundo. AsÃ, miraban alternativamente a Raffaella y a mÃ, como queriendo cotejarnos, como si hubieran comenzado a sospechar que éramos lo mismo, o que, como mÃnimo, tenÃamos un extraño maridaje. Sin dudas: mi familia (como tantos miles de familias) tenÃa un ojo clÃnico. Y el resto ya lo sabemos: a veces, después de ver un poquito, es mejor no ver más. Pero eso casi nunca resulta posible, y a veces por motivos insólitos. Recuerdo, más acá en el tiempo, que un sábado en el que fui a visitar a mis viejos al campo, a Florencia de la V se le ocurrió decir por la televisión: âMmmm... señora, si su hijo tiene más de 15 años y le gusta Raffaella Carrá, es gay; póngale la firma...â.
Yo estaba fascinado con esa mujer simpática, rubia, petisita, con cabello de muñeca. â¡Emputecido!â, le dijo una vez mamá a papá. Por supuesto que me gustaban sus canciones, pero nada comparado con su imagen en movimiento. Hace años, Raffaella declaró en un reportaje que era una âcantante de imagen más que de vozâ. Y me parece que tiene razón: creo que si alguien nunca la hubiera visto y solo escuchara sus canciones le gustarÃa menos porque verla irradiaba un mágico sentido del exceso corporal y actitudinal, esa clase de excesos que âinconscientementeâ necesitábamos quienes andábamos por las calles del pueblo o del barrio con la actitud contraria, magros de expresividad en un intento de que el mundo no se nos viniera encima; porque, en aquella época, si no se tramitaban los excesos a través del fútbol (eran los tiempos del Mundial 78), el mundo se caÃa justo encima de uno.
Excesos. Los bailarines con calzas rosas y arneses de lentejuelas; o con calzas multicolores, malla cavadÃsima y sombrero estilo tanguero; o con un traje de elefante cuyas narices móviles nacÃan debajo de la cintura y llegaban hasta el suelo; o directamente desnudos y cubriéndose apenas con un sombrerito. Mientras tanto ella no se quedaba atrás: Raffaella se doblaba pero nunca se rompÃa. La furia con la que movÃa la cabeza es su signo indeleble, tanto como la forma en que luego se le acomodaba el cabello. Lo suyo no era exactamente la elegancia a la hora de bailar, sino la entrega acrobática en versión circense, que nunca terminaré de agradecerle: medialunas, clavarse de rodillas en el piso y llevar la espalda hacia atrás mientras movÃa sin cesar los hombros, caminar âmicrófono en manoâ sobre las espaldas de los bailarines hasta caer âcronométricamente perfecta y siempre sonriendoâ en los brazos de los que la esperaban al final.
Y hablando de micrófonos, acrobacias y excesos, cabe recordar esa coreografÃa de 1974 (âShe`s Looking Goodâ) en la que se llevaba varios micrófonos a la mano, entregados por los boys del ballet, que eran como diez.
Yo, tal vez, ya querÃa todo eso: moverme sonriendo y sin romperme en un mundo colectivo de amabilidad corporal masculina. Hace poco leà Telling Sexual Stories. Power, Change and Social Worlds, un libro del sociólogo Ken Plummer que trata sobre cómo los gays y las lesbianas comenzaban a relatar sus vidas en sus propios términos, especialmente cuando no existÃan recursos cognoscitivos para hacerlo (el libro recoge testimonios en los años â80). Plummer cuenta la historia de un joven gay que tenÃa desde muy pequeño fantasÃas bondage, una práctica sexual que no tenÃa aún un lugar dentro del espacio de lo decible. Aun asÃ, el joven siguió alimentando sus fantasÃas y lograba reconocerse como tal. A ese efecto, le servÃan los libros y las revistas que tenÃan imágenes del famoso ilusionista y escapista Harry Houdini (18741926), quien se sometÃa a diversas pruebas (de las que salÃa victorioso) atado y/o encadenado. Y es que pareciera que, en realidad, y muy a pesar de todo, nunca estamos solos. Siempre aparece alguien que funciona como el espejo de nuestras fantasÃas o como nuestro representante más Ãntimo. Pienso que como este joven, yo, aunque no sabÃa quién era, ya me inclinaba por una de las tantas formas que puede tener el ser. Y era esa inclinación, en aquellos oscuros momentos, la que me ponÃa en la búsqueda de un âautorâ que se acordara de mÃ, de alguien que me dijera, que me contara, que me escribiera y que, al hacerlo, me permitiera tener mi primer rostro, que es casi como decir mi primera carnadura. Y asà apareció Raffaella como un personaje fantástico (¿el primero?) que me prestó su cara para que empezara con mi historia. Luego vendrÃan muchos más. Y me di cuenta de que es maravilloso vivir de prestado. ¡Tanti auguri, Raffa!
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