Cuando nos echaron del Hipermercado en 2006 decidimos invertir nuestra indemnización en una loca empresa. Con el correr de las semanas, cada uno de nosotros tuvo sus preferidos y sus âencargate vosâ. 182w3t
El menor de los Freire se llevaba mal con la cuadrilla de Rubenes (no sabemos si todos se llamaban Rubén, pero al menos tres de ellos respondÃan a ese nombre), que se dedicaban a tareas menores de albañilerÃa y de pintura. DecÃa que eran subnormales y que no entendÃan ninguna indicación. Tal vez fuera cierto, pero yo los veÃa de otro modo: todos muy jóvenes (casi adolescentes), diminutos y resultado de los mestizajes más estrambóticos, lo que daba como resultado ese tipo de belleza fÃsica tÃpicamente argentina, con pieles de matices tan ricos como un crepúsculo pampeano. Eran, también, sumamente respetuosos y, cada vez que podÃa, les encargaba una tarea extra (mover algún mueble de un piso a otro), lo que me permitÃa contemplar sus movimientos de una sensualidad delirante, darles una propina y sentir que en algo contribuÃa a su felicidad.
A Pascual lo habÃamos conocido el verano anterior, cuando se encargó de unos arreglos en la casa de mi mamá: un boliviano sumamente lúcido (éramos no-sotros, por el contrario, quienes lo entendÃamos a duras penas), rapidÃsimo para trabajar y eficacÃsimo para sisar materiales, lo que sacaba de quicio al mayor de los hermanos Freire (que se encarga de los números). Yo, que creo que los pobres hacen bien en robar toda vez que pueden, me hacÃa el tonto cuando me parecÃa que algo se acababa demasiado pronto.
Urbano, el herrero, consideraba que su relación con los metales lo ponÃa por encima del común de los mortales. HacÃa lo que le placÃa y con su propio ritmo. Era inconmovible a nuestros ruegos pero no habÃa modo de enfrentar su olÃmpica actitud porque, después de todo, descendÃa directamente de la fragua de Vulcano.
Entre todos nos ayudaban a cumplir el sueño de abrir un hotel boutique para turistas en el barrio de Montserrat, el Chez Freire.
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Mientras yo me entregaba en los remates de provincia a las deliciosas apuestas a las que mi nueva posición laboral en el hotelito me obligaba, los hermanos Freire se arrojaban en Buenos Aires a una de-safortunada (para ellos, para nosotros) lucha de clases. HacÃa tiempo que se venÃan dando discusiones entre contratantes y contratados a propósito de costos de la mano de obra y ritmos de trabajo. Los Freire, educados en los inconmovibles rigores económicos de una familia gallega de antaño, no querÃan modificar en un centavo un presupuesto que, a todas luces, habÃa sido calculado en relación con jornadas laborales que se multiplicaron, como suele suceder en estos casos, exponencialmente. Pasó entonces que, estando yo en un remate en San Andrés de Giles, un miembro de la cuadrilla de Rubenes se cayó por la escalera de mármol que conduce al quinto piso del Chez Freire. Se quebró una pierna. Por supuesto, el cuento allà se detendrÃa si el mayor de los Freire, como estaba previsto, hubiera contratado los seguros de riesgo de trabajo, tarea que quedó bajo su órbita. Pero se le pasó. Fue postergando el trámite.
Naturalmente, los Rubenes exigieron una reparación económica (los Freire insistÃan en que no fue un accidente, sino una caÃda deliberada) y fue entonces cuando comenzamos a arrepentirnos de habernos subido a un barco que estaba ya muy lejos de la costa como para que fuera posible lanzarnos por la borda y abandonarlo. â¡Encima vos (me reprochó el menor de los Freire), que andás tomando reservas!â (porque también ésa es mi área laboral).
CumplÃa con eficacia mi tarea y, sin embargo, comencé a dudar sobre la inauguración del hotelito de Montserrat: temÃa que nuestras primeras visitas tuvieran que acomodarse entre escombros. Luego de una semana de discusiones y amenazas entre las partes en conflicto (y aconsejados por nuestros abogados, que auguraban lo peor), tomamos la decisión de llegar a un arreglo extrajudicial. Los Freire otorgaron el usufructo por cinco años del quinto piso del hotel (el último, y al que se llega sólo por escaleras bastante fatales los dÃas de humedad, como hemos podido comprobar), conservando para sà la nuda propiedad. ¡Mi adorada terracita, además de dos habitaciones y uno de los baños más lindos de toda la propiedad, inaccesibles durante cinco años! No hubo otra opción y ahora los Rubenes, según protocolo firmado ante escribano público, son nuestros socios (tan minoritarios como yo, pero con la ventaja de que cuentan con habitaciones de propia disponibilidad en el Chez Freire).
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Pese a todo, seguimos trabajando para acondicionar las dos habitaciones que, como prueba piloto, pensábamos inaugurar en el Chez Freire para nuestras primeras visitas, una pareja de locas alemanas que venÃan a conocer la Patagonia. Yo intuÃa que todo iba a salir pésimo: los pobres deberÃan convivir con los ruidos que habrÃa a su alrededor porque, en las semanas anteriores a su check in, la obra se retrasó considerablemente y el nuevo estatuto de la relación contractual con la cuadrilla de Rubenes impedÃa presionarlos para que se apuraran.
No es que hubieran perdido su natural amabilidad y su elegancia, pero los derechos que habÃan adquirido nos obligaban a tratarlos como iguales, y ellos lo sabÃan.
Por supuesto, yo me preguntaba por qué habÃan aceptado con tanta rapidez el arreglo (un poco tirado de los pelos) al que habÃamos llegado. La respuesta llegó sola, una noche en que volvÃa cargado de ropa de cama que compré a precios de liquidación en una fábrica de Munro que el menor de los Freire habÃa localizado a través de Internet.
VenÃa en una camioneta, que manejaba el novio de mi hija (actualmente desempleado y que se dedica, por lo tanto, a proveernos de fletes a precios más bien módicos con el vehÃculo de sus padres), cargada con montañas de sábanas, fundas, toallas y toallones.
Mientras estacionábamos, se produjo un revuelo de tacos y minifaldas en la esquina de San José y Humberto Primo. Pensé en la policÃa, que cada tanto aparece para hacer cumplir las siniestras normas de convivencia urbana cuyas modificaciones fascistoides la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires aprobó a mediados de la primera década del siglo. El menor de los Freire fue una vez vÃctima de esos procedimientos más protocolares que otra cosa, obligado a oficiar de testigo mientras le labraban el acta a una joven que habrÃa estado ejerciendo la prostitución. Ella se negó a firmar el acta y continuó, por lo tanto, con sus quehaceres callejeros. Pero él tuvo que concurrir a la comisarÃa, donde el acta fue tipeada, y mientras esperaba aprovecharon su presencia para hacerlo partÃcipe, además, de una suelta de loritos que un inescrupuloso traficante tenÃa enjaulados y dispuestos para su venta.
De modo que cuando vi la corrida que de San José se aproximaba hacia nosotros temà lo peor: ser yo también obligado a testificar en un caso de conducta escandalosa protagonizado por las chicas del barrio.
Me volvió el alma al cuerpo cuando comprobé que, en realidad, se trataba de una rencilla (seguramente por un territorio en disputa) que no involucraba agentes del orden y que las chicas que venÃan detrás agredÃan a las que corrÃan adelante con insultos y alguno que otro objeto contundente arrojado sin la precisión que el caso hubiera requerido. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé, a la escasa luz artificial que la cuadra ofrece al transeúnte nocturno, que las chicas que corrÃan delante no eran chicas sino chicos travestidos, y que los chicos travestidos no eran otros que los más jóvenes y bellos integrantes de la cuadrilla de Rubenes.
Se precipitaron, como era de prever, en el umbral del Chez Freire, donde entraron, los cinco, ofuscadÃsimos y con los postizos desencajados mientras yo les sostenÃa la puerta en un gesto de caballerosidad involuntario pero del que no me arrepiento, porque las ménades dominicanas estaban ya sobre nosotros.
â¿Pero qué pasa?â, les espeté mirando sin poder creer los rÃmeles corridos y los torpes intentos por acomodar lo poco que vestÃan. Como niñas atrapadas en una travesura pÃcara, callaron al unÃsono y bajaron los ojos.
âSuban inmediatamenteâ, dije mientras observaba cómo la resma de almohadas que habÃamos abandonado en la vereda era vÃctima de la furia y la codicia de las perseguidoras. âCuando el mayor de los Freire se entere, me mataâ, pensé (haciendo caso omiso de la mirada escandalizada del novio de mi hija, un chico de la zona sojera santafecina que yo estaba involucrando en una historia que sus padres habrÃan de censurar severamente). âEsperame en la camionetaâ, le dije y subà saltando los escalones de tres en tres para ver qué raro twist el destino estaba arrojando sobre mÃ, un hombre mayor y ya cansado de sorpresas.
El cuarto piso, donde supuse que estarÃan los Rubenes rumiando su culpa y su bronca, era un cementerio. Por el hueco de las escaleras vi luz en el quinto piso y hacia allà me abalancé, ahogado casi y al borde de las lágrimas. Estaban allÃ, todavÃa cabizbajos, como un pelotón juicioso de escolares dispuestos a soportar el reto injusto de una maestra menopáusica. â¿Pero cómo? âdije, jadeandoâ, ¿aprendices de albañiles de dÃa y putas de noche?â El más achinado y hermoso de todos los Rubenes, de pelo negro y lacio, soltó un gemido, se puso a llorar y se arrojó en un silloncito que yo no habÃa visto nunca (en cuatro segundos pude notar que habÃan comenzado a amueblar el pisito y no lo habÃan hecho nada mal, para mi gusto). â¿Y esto de dónde salió?â, pregunté, tratando de aligerar la tensión, recuperar mi ritmo cardÃaco y pensar algo inteligente para decirles en relación con una serie de hechos y presunciones para los cuales âjusto es decirloâ nunca supuse que debiera tener un discurso preparado. âLo compramos en Mercado Libreâ, me contestó uno de ellos (el más amable de todos, el más callado, el que siempre me ayudaba con los bultos y me abrÃa la puerta del ascensor sin que se lo pidiera).
Hablamos largamente y mucho de lo que me dijeron todavÃa no lo saben ni mis hijos ni mi madre ni los Freire. Lo cierto es que estaban decididos: el quinto piso del Chez Freire serÃa no ya hotel de pasajeros sino lo que en el barrio se conoce como telo: nidos de amor provistos para los goces clandestinos de la carne.
¡Cómo no nos habÃamos dado cuenta antes! Ahora quedan claras las alusiones envenenadas del herrero, Urbano, que como buen evangelista estaba siempre con el demonio en la boca y no se cansaba de hablar mal de estos jóvenes a los que yo siempre defendÃa. Tendré que pensar qué decirle a nuestro huésped inminente, el exquisito zoólogo alemán que no sé si verá con buenos ojos instalarse en un edificio donde la confusión reina sin desmayo...
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Aprovecho los últimos caracteres que me quedan para ordenar un poco el relato porque de otro modo, impedido de narrar como se debe, me veré obligado a contar generalidades o a callar, lo que es más grave. Todo empezó con la desaparición, hace unos meses, de la hermana gemela del Chino, el bello integrante de la cuadrilla de Rubenes que, cuando descubrà el juego nocturno al que se entregaba con sus compañeros, perdió la compostura y, entre sollozos, me contó todo (ayudado por sus jovencÃsimos secuaces, deseosos de âsacarse el peso de encimaâ):
Su melliza, después de haber pasado con honores por el noviciado, vivÃa en el convento de carmelitas que linda con la iglesia de San José (o Josef, como se lee en la fachada), justo enfrente del Chez Freire. El, que desde la primera infancia se habÃa acostumbrado a usar la ropa de la niña, la visitaba regularmente (sólo ella lo entendÃa). La monjita, a la que llamaremos China, desapareció del convento sin dejar rastros.
Desesperado, el Chino aprovechó la oportunidad que se le ofrecÃa (¡trabajar enfrente mismo del escenario de su desdicha!) para vigilar las idas y venidas de las hermanas (ya nosotros habÃamos observado que a determinadas horas del dÃa se alborotaban y corrÃan por los patios del claustro). Sus amigos, conmovidos, se ofrecieron a ayudarlo. Lo que llamaron âhoras extrasâ fueron conversaciones cada vez más Ãntimas con las prostitutas dominicanas y brasileñas de las inmediaciones, en busca de datos fidedignos sobre la vida en las manzanas que demarcaron como âescena del crimenâ.
Preocupados por la finalización de los trabajos de albañilerÃa en el Chez Freire (que ellos mismos comenzaron a sabotear para prolongar su estancia en el barrio), fraguaron la falsa caÃda que Rubén aprovechó para quedarse con parte de la torta turÃstica de los Freire (lo que, para alegrÃa de la banda de detectives aficionados, no hizo sino retrasar indefinidamente el final de la obra).
Convencido de que su hermana gemela habÃa sido vÃctima de una red de prostitución (âera lindÃsimaâ, asegura), el Chino decidió él mismo traquetear las calles aledañas en busca de alguna pista. Sus amigos, una vez más conmovidos, se ofrecieron a acompañarlo en sus pesquisas. ¡Pero cómo! Nadie se dedica a la prostitución por solidaridad con el semejante (fue lo que yo dije).
Por supuesto. De paso hacÃan unos pesos que no les venÃan nada mal, porque Rubén, el jefe de todos ellos, no sólo robaba en los presupuestos que pasaba sino también en los jornales que a ellos les pagaba (âpara comprar vinoâ, âes un borrachoâ, âle pega a la mujerâ). Pero... ¡travestis! (fue lo que yo exclamé).
Ellos no son tontos. SabÃan que por la contextura fÃsica que los caracteriza bien podÃan hacerse pasar por travestis, pero ellos âno entregabanâ. Al único a quien le gusta que se la pongan es al Chino. Ellos eran travestis activas, solamente.
Como preveÃan, comenzaron a tener éxito nocturno, al punto de desquiciar a las compañeras trabajadoras del sexo que antes los habÃan introducido en las delicias de la noche. Lo siguiente fue establecer un centro de operaciones en el quinto piso del Chez Freire.
¿Y Rubén estaba al tanto de todo? (fue lo que yo pregunté, escandalizado). De ninguna manera. A Rubén lo engatusaron y, viendo el deterioro progresivo de su relación con el mayor de los Freire, lo obligaron a borrarse del mapa para poder usufructuar a sus anchas lo que, si hubiera verdadera justicia, les habrÃa correspondido a ellos, explotados desde el primer dÃa, y no al atorrante de su jefe.
¿Pero por qué no hicieron la correspondiente denuncia de la desaparición? (mi intervención más desafortunada). Porque ellos no eran tarados. SabÃan que en el negocio de la prostitución y la droga están involucrados policÃas. ¿Qué sentido tenÃa avivar al enemigo de que estaban tras sus pasos?
Con las primeras ganancias de sus rondas nocturnas comenzaron a comprar muebles en Mercado Libre y a perfeccionar sus vestuarios en las ferias americanas del barrio. Como, pese a todas las astucias de las que querÃan hacer gala, son unos niños (o unas niñas, llegado el caso), y además de imprudentes parecen un poco incultos en las complejidades de la vida callejera, inmediatamente les organicé una reunión con la Lic. Marlene Wayar (ganadora de Los 8 escalones) para que tuvieran, al menos, asesoramiento sanitario.
ContentÃsimas, me pidieron que les guardara el secreto, cosa que hice, hasta que un viernes malhadado el mayor de los Freire fue falsamente involucrado en una red internacional de pedofilia.
¿Creen los Rubenes que Rubén habrá tenido algo que ver en el asunto? (mi miedo). âPor supuesto, es capaz de todoâ, âEs muy mala personaâ, âTiene osâ, âLe pega a la mujerâ.
Mientras resolvÃamos todos los entuertos legales en los que estábamos metidos, ellos querÃan seguir trabajando en el Chez Freire. Arreglando, en primer término, los desaciertos constructivos de Rubén, y después en âla parte turÃsticaâ. Les gustaba el proyecto y estaban dispuestos a poner el hombro (como yo no pude evitar una sonrisa irónica me aclararon: âel hombro, en principio... Después se veráâ). Prometieron ser extremadamente discretas porque sabÃan que no tenÃamos habilitación (¡ni la tendremos nunca!) para funcionar como nido de amor. Además, no pensaban abandonar el barrio porque estaban dispuestas a toda costa a encontrar a la hermana gemela del Chino, y del quinto piso del Chez Freire, según protocolo notarial, no podÃamos echarlos. Desaprovechar sus servicios habrÃa sido tonto de nuestra parte. Y desaprovechar la historia que me estaban regalando habrÃa sido imposible para mÃ.
Continuará...
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