Me abrió la puerta un chico alto, moreno y con barba. Pensé que era árabe o brasileño, pero después me enteré de que era peruano. Detrás de él, Pedro. Inclinado como si quisiera espiarme, para ver cómo era, me miraba con la mano en la cabeza. TenÃa un gorro, un pañuelo en la garganta y llevaba un pantalón violeta de pana. Hablaba en susurros y se esforzaba para hacerse oÃr. Me contó que la semana anterior le habÃan dado de alta después de la operación de laringe. Esa tarde iba a ser el primer dÃa que volverÃa a comer. Llevé masas secas para tomar el té. Pedro, acercándose, me contó que él y Alfonso (el morocho de barba) no habÃan almorzado. Eran las cuatro de la tarde. Se metió en la cocina para ver cómo iba el pastel de papas. Pedro abrió el horno. El olor a carne llegó al living, donde yo me habÃa quedado mirando los cuadros. HabÃa cuatro: uno era un collage, con fotos, recortes y escrituras, muy dadaÃsta. Estaba hecho sobre una cartulina apelmazada por el tiempo, con manchas de humedad, pegado en un cartón enmarcado en vidrio. El que estaba al lado era una serigrafÃa plateada. TenÃa a un hombre con cables en la cabeza. No podÃa sacarle la mirada a ninguno. Después, descubrà que habÃa otro. ParecÃa un Liechtenstein auténtico. De hecho se llamaba asÃ, y era el retrato de Liechtenstein, pintado con su técnica y color. 4q2f4t
Cuando Pedro volvió al living le pregunté si era un original. Me dijo que no, que era un Liechtenstein pintado por un chileno. Volvió a la cocina y me llamó desde la oscuridad. Me preguntó si querÃa comer. Le dije que no, que un té estaba bien. Volvió a abrir el horno. Alfonso sacó la fuente y Pedro lo espolvoreó con azúcar. Regresamos al living y nos sentamos en el sillón. Sonaba un disco, en un tocadiscos con púa. Me preguntó por âlas chicasâ: La Noy, Marlene Wayar, Lohana. No sé cómo sacó el tema de la paranoia de los escritores. Le llamaba âparanoiaâ a los escritores que persiguen el reconocimiento del público, la crÃtica y sus compañeros, sin importarle nada. âLo pierden todo, por el reconocimiento âme dijoâ, nadie, a excepción de dos o tres en Chile pueden vivir de la escritura. Ni la Marcela Serrano âya bajaron sus ventasâ, ni siquiera Ricardo Piglia. Acá, la única que puede, creo, es la Isabel (Allende). Yo tampoco tengo el reconocimiento que deberÃa tener, pero eso ya no me importa.â Después cambió de tema: â¿Cómo están las cosas allá? Es arriesgada la Cristina, arriesgadaâ, repitió sacudiendo la mano y dando carcajadas. Me preguntó por la ley de matrimonio igualitario y la de género, y en qué estado estaba el tema de la despenalización del âfasitoâ. âVamos por buen camino, vamos bien.â
Le pregunté si Alfonso era su pareja. Me dijo que no, que era un amigo. Que lo conoció cuando lo esperaba en la puerta de un lugar donde él trabajaba, que caminaban charlando y asà se hicieron amigos. â¿O me tengo que coger a todo el mundo?â, me preguntó molesto. Le dije que estaba de acuerdo con lo que decÃa, que âtodavÃa existÃa el mito de la loca comehombres, pero que nosotros sabemos que tener sexo es fácil, lo difÃcil es encontrar amorâ.
Después me contó que lo más fuerte que le pasó en la vida era lo que estaba viviendo en ese momento: la operación del cáncer en la garganta. âEs el segundo cáncer que me sale en el mismo lugar.â Después de la primera operación, el médico le pidió que no siguiera tomando alcohol, y él continuó tomando. Cuando el médico le preguntó cuánto bebÃa, ¿dos o tres copas de vino, por dÃa?, Pedro asintió con la cabeza, pero en el fondo respondÃa: ¡tres botellas! Me preguntó si los escritores en la Argentina eran de hacer culto a la bebida. No alcancé a responderle que él se respondió: âNo, eso es muy de los americanosâ.
La otra cosa más fuerte, la muerte de su madre. Me dijo que desde que murió la mamá tomaba una pastilla para dormir y asimismo dormÃa sólo cuatro horas. Preguntó de pronto por qué habÃa menos lesbianas, o si era que no hacÃan pública su homosexualidad. Me dijo que una amiga torta le habÃa dicho que era porque los gays eran hombres y que también respondÃan al patriarcado hegemónico. Pedro dijo y ahora me repitió que era porque eran más cagonas.
Y la tercera, haber conocido el amor. Me dijo que fue hace poco, el año pasado, que hasta el momento tenÃa disociado el sexo del amor. Que estaba acostumbrado a tener sexo en lugares lumpen, debajo de un puente, en baños; siempre rápido y a escondidas, mi niño. âYo no estaba acostumbrado al amor, ni hacerlo en una cama de rosasâ, me dijo mirando el techo. El año pasado, Pedro estaba saliendo con un chico de ValparaÃso que tenÃa 38 años y pintaba cuadros. Las veces que él fue a su casa fueron un desastre. TenÃan que andar escondiéndose. El chico no querÃa que su familia se enterara de que andaba con otro hombre. Caminaban por calles poco transitadas, tenÃan que viajar en taxi, y cuando veÃan gente se cruzaban de calle, porque Pedro es una figura conocida en Chile. Tuvieron la mala suerte de toparse de frente con la hermana de su novio, y fue un momento de tensión. En lo sexual también eran un desastre. El chico querÃa sexo y Pedro, amor. Su novio empezó a ir a un psiquiatra, que le dijo que no era gay. Hasta ahà llegaron. Pedro no quiso volver a verlo. âPero yo siempre fui un enamoradizo, pero esto fue otra cosa.â
Me contó que cuando él era chico vivió en un barrio alemán, en las afueras de Santiago. En su cuadra vivÃan los hijos de los mapuches y los obreros. Recordó a un grupo de chicos más grande que él jugando a la pelota. El que perdÃa tenÃa que hacerle la paja a otro, del equipo ganador. El juego iba creciendo y el que perdÃa tenÃa que darle un beso en la pija al otro. El no se enganchaba en ese juego porque âme dijoâ los chicos con los que él jugaba eran más chicos. En silencio miraba cómo jugaban los más grandes. Le pregunté si él, después, cuando creció, pudo jugar como los otros chicos. Me dijo que sÃ, pero que las cosas que hacÃa las guardaba en secreto, mientras que los demás chicos lo contaban. âLas cosas ahora son taaaan diferentes de como eran antes... Antes, las mujeres no se la chupaban a sus maridos, ni lo hacÃan por atrás; para eso estábamos nosotrxs. Ahora todo cambió tanto... En una época, habÃa teteras en la Biblioteca Nacional, en uno o dos lugares más y nada más. Pero Chile nunca se caracterizó por eso, como Buenos Aires.â Me preguntó si seguÃan existiendo las teteras de Constitución, las de los subtes, las de los McDonaldâs. âAcá todo es muy distinto, ¿sabes? âme dijoâ, ya casi ni hay taxis boys en la Plaza de Almas, como antes. Ahora todo es por Internet. Y si llamás a un taxi, de los que se ofrecen por Internet, no podés ni hablar dos palabras con ellos. ¿Sabés una cosa, mi niño? Los hombres no aman a las mujeres.â ¿Las quieren como madres?, le pregunté. âLos hombres aman a otros hombres, no a ellas. Por eso ellas sufren tanto y siempre están reclamando que los maridos las quieran. Porque no las quieren de verdad... Los hombres no aman a las mujeresâ, volvió a decirme, y pensé en ir al baño para anotar la frase.
Le pregunté si pensaba que existÃa una literatura gay. Me miró como fulminándome, se quedó un rato atravesándome con sus rayos. âEse es un pensamiento falocéntrico, machista, pensar que hay una sola literatura y que gira alrededor de lo que esa persona cree que es literatura. Hay tantas literaturas, mi niño, como peluquerÃas para mujeres, y gays que salieron de la peluquerÃa. Hay literatura para gays y literatura hecha por gays. ¿Por qué negarlo?â Mientras Alfonso ponÃa la mesa frente a la ventana, Pedro y yo llevábamos las sillas de la otra mesa. En el pequeño patio habÃa dos columnas de yeso con plantas. Las plantas estaban ordenadas, muy prolijas, formando un semicÃrculo. Adentro, el piso de parquet brillaba. La mesa tenÃa un camino tejido al crochet. Me pareció que estaba sentado en la casa de mi abuela. Pedro se sentó enfrente de mÃ. Apareció Alfonso con un tenedor. âNooo, ése no. Tráeme otroâ, gritó Pedro como una loca histérica. El chico se fue y volvió con otro tenedor. El pastel de papa largaba humo. No era de carne roja, porque Pedro no come carne roja, sino de pavo. TodavÃa no podÃa tomar agua, âporque el esfuerzo de las cuerdas vocales con el agua es otroâ, me dijo. Alfonso le trajo jugo. âEs más espeso, y hago menos esfuerzo para tragarloâ, me explicó. âTampoco puedo tomar té, pero estamos pensando en comprar un vaporizador para fumar marihuana, porque si no puedo tomar agua menos voy a poder fumar. Es imposible. ¿Sabés lo que más me duele de todo esto? Que no puedo beber.â
â¿Y qué te da la bebida que la extrañás tanto? âle pregunté.
âIntensidad... Intensidad. Lo que me falta es intensidad.
SeguÃa hablando en susurros. ComÃa con ganas.
âQué bueno es comer.
© 2000-2022 pagina12-ar.informativomineiro.com|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.