Cuando Alan Turing abandonó la tierra un frÃo lunes 7 de junio de 1954, no sólo dejó esparcidas en su escritorio las instrucciones para la construcción de un mundo nuevo. El padre de la computación moderna, el matemático sensible e introvertido de cabello rebelde, aquel héroe olvidado que con sólo su inteligencia salvó a millones de personas durante la Segunda Guerra Mundial y, de paso, humilló a los nazis, también se encargó de plantar las piezas de un rompecabezas personal: conservó cartas pobladas de ecuaciones y confesiones, libretas en las que se preguntaba si algún dÃa las computadoras podrÃan llegar a pensar o si disfrutarÃan de las frutillas con crema o si se enamorarÃan de un ser humano, registros de todas las carreras en las que participó (mejor tiempo en una maratón: 2 horas, 46 minutos y 3 segundos). Todas pistas de una biografÃa mutante, fragmentos desparramados de un hombre de silencios profundos. 3tj70
El registro visual de Turing, sin embargo, es escaso. Los pocos retratos que hay son pequeñas pistas para resolver su enigma: se lo ve a los tres años vestido de marinerito. Casi escondido en un extremo, cruzado de piernas en el internado Sherborne School, ahà donde conoció al gran amor de su vida, Christopher Morcom, cuya muerte lo hundió en sus pensamientos (âYo simplemente adoraba el suelo que él pisaba âconfesó Turingâ, algo que lamento decir que no me esforcé mucho por ocultarâ). Y también, de adolescente tomando sol en un muelle; con traje y corbata en una mecedora, y en otra llegando a la meta de una carrera. Si bien la mejor de todas las fotografÃas es aquella en la que Turing se rÃe tanto que la carcajada hace temblar la prolijidad espartana de su peinado, hay una en especial que dice mucho: en ella, Turing mira sobre su hombro, en una especie de gesto-sÃntoma de la persecución de la que fueron objeto los homosexuales en Inglaterra antes de 1967, antes de la despenalización de los actos de âultraje a la moral públicaâ entre varones adultos.
Si Turing no hubiera mordido aquella manzana rociada con cianuro, tal vez se preguntarÃa por qué en la pelÃcula El Código Enigma el director Morten Tyldum y el guionista Graham Moore, además de caer en varios errores históricos, decidieron volverlo una caricatura. Por qué el actor Benedict Cumberbatch, quien lo encarna en el film, hace de él un hombre débil, un estereotipo bobo y simplón, el blanco predilecto que a los homofóbicos les gusta atacar, arrogante, una loca mala. Y lo que es peor: un personaje avergonzado de ser como es, es decir, gay. Es cierto, Turing era excéntrico, tan tÃmido y solitario como brillante y original, un hombre único que de vez en cuando tartamudeaba, que le gustaba usar el pijama debajo de su traje, pero nunca se le pasó por la cabeza pensar que habÃa algo de malo en que a un hombre le gustara otro hombre. Turing era alto y atlético y no corrÃa, como muestra la pelÃcula, para que nadie lo viera gimotear, sino porque era la única manera efectiva de despejar su mente atribulada, de desestresarse de su dura misión secreta: descifrar la máquina criptográfica Enigma con la que los nazis se comunicaban durante la guerra. Asà lo cuenta en Alan Turing: The Enigma su biógrafo, el matemático y activista gay Andrew Hodges, quien a comienzos de los ochenta, cuando comenzaron a desclasificarse los documentos de la Segunda Guerra Mundial, ayudó a que el nombre de Turing emergiera del anonimato. Ofendido por las âlicencias artÃsticasâ que se tomó Graham Moore a la hora de adaptar su obra a la pantalla grande, Hodges prefiere no opinar.
El propósito rector de El Código Enigma es loable: tomar la historia de un icono gay, un genio trágico, un mártir de la intolerancia inglesa, un héroe condenado por la misma sociedad que habÃa ayudado a salvar y rescatarlo del olvido social, redimirlo. El asunto es cómo esa reivindicación es llevada a cabo: maquillando los hechos para que cuadren en el conservadurismo de Hollywood y asÃ, sin conflictos, allanar el camino en la temporada de cosecha de premios, edulcorando la realidad con romances, conflictos y espÃas rusos que nunca existieron para que obtenga el âpulgar arribaâ incluso del papa Francisco.
Ni un beso hay en la pelÃcula. En El Código Enigma, Turing es un ser asexuado. Otra vez: una caricatura del Turing real, quien, lejos de la imagen asexuada que da la pelÃcula, tuvo dos relaciones largas, amantes griegos, ses y uno noruego llamado Kjell Carlson, a quien conoció en un pub danés donde los hombres bailaban con hombres. No es la primera vez, por supuesto, que pretenden resucitar a Turing en la ficción. Están las pelÃculas para TV Breaking the Code (1996) y Codebreaker (2011). Y las novelas Cryptonomicon, de Neal Stephenson, Neuromancer, de William Gibson, El delirio de Turing, del boliviano Edmundo Paz Soldán, y The Imitation Game, de Ian McEwan. Hasta los Pet Shop Boys le dedicaron un show especial. Sin embargo, Turing nunca fue tan mainstream como lo es con El Código Enigma.
Tyldum y Moore convierten la sexualidad del homenajeado en una nota al pie. Al elegir no mostrar el juicio y persecución que padeció Turing en una Inglaterra en la que ser gay era un crimen, la vergüenza pública que atravesó, las inyecciones de estrógenos que sufrió con la pretensión de âcurarloâ y hasta al dejar afuera del film su suicidio y el polÃticamente correcto perdón real que recibió en 2013, en cierto modo vuelven a humillarlo. Quienes veneren a Turing saldrán decepcionados del cine. Los que aún no lo conocen se volverán a sus casas con un retrato deformado, razón más que suficiente para aventurarse e ingresar a la leyenda del verdadero genio.
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