Tucumán siempre sorprende, no importa que sea la quinta, sexta o décima visita. Algo bueno espera en ese puñadito de tierra que parece condensar lo que otras provincias tienen disperso o desconectado. Esta vez era una vieja deuda pendiente con amigos locales: âNo puedes perderte Tiu Punco, changoâ, repetÃan una y otra vez, intentando traducir en palabras sensaciones que pronto entenderÃamos. 403g2a
La visita a Amaicha, en virtud de otras actividades, fue entonces la oportunidad para cumplir con una travesÃa en 4x4 a un desierto aparentemente simple. Allà conocimos a Sebastián Pastrana, poblador de la comunidad local, que se dedica a mostrar su pago desde un profundo respeto y ligazón con la tierra, propia de la cosmovisión andina. Ya habÃamos recorrido con él las salinas cercanas al pueblo, una experiencia por demás recomendable y hecha en moto, al resplandor de salitres plateados y con rezos ante la apacheta protectora del camino. Esta vez la idea era cumplir con la llegada a Tiu Punco. âNo hay serrano sanguinario ni coya conversadorâ, asegura Atahualpa Yupanqui en âEl payador perseguidoâ. Y asà es. Sebastián es de poco decir, pero mucho expresar: âVamos entoncesâ, animó. Subimos a su camioneta, ajada por los soles amaicheños como el rostro de los que andan por esos senderos de a pie, con la paz arraigada al cuero.
TIERRA QUE ESPERA El paso por El Ãato fue una parada técnica para recoger alimentos y bebidas, y un requisito indispensable para visitar la casa de la familia Aguilar. AquÃ, como en el campo, se estila no caer jamás con las manos vacÃas si se espera compartir la noche. A partir de allà Sebastián nos contó algo más del programa por venir, especialmente el valor de un sector poco visitado y casi desconocido turÃsticamente: âPuerta del desiertoâ o Tiu Punco, como lo llaman aquÃ.
Siempre teniendo en claro que las excursiones procuran la preservación del patrimonio natural y cultural, dejamos la ruta y nos internamos algo más de una hora sobre arena y suelo barroso. Al rato era ya una auténtica travesÃa, que comenzaba a mostrar los primeros pliegues montañosos de ese lugar extraño, uniforme en sus tonalidades marrones y cortado apenas por la figura luminosa del atardecer.
Cuando se ausenta la luz, zorros, quirquinchos, perdices y otros animales corresponden con silencio al ciclo natural. Este evento deja aún más callada la estepa, recorrida también por el suri, un ave de la familia del ñandú representativa de los pueblos preexistentes de América. Asà como para muchos pueblos de los Valles CalchaquÃes el cóndor era un ave sagrada enviada por los dioses, el suri era considerado âel pájaro de la tormentaâ, o la ânube que lleva el agua en su senoâ, de importancia vital. Sin embargo, hoy se encuentra en peligro de extinción y es difÃcil verlo en la salida, aunque algunos tienen esa suerte digna de safari fotográfico.
Llegan luego las lomas y formaciones sedimentarias donde se practica sandboard, una actividad moderna y bastante gringa para la zona, pero muy divertida. Esta vez no hay tablas, pero prometemos volver especÃficamente para eso. Poco después llegamos a destino, donde las hileras más grandes de cerros parecen una maqueta marrón inmóvil de papel arrugado. La propuesta es sencilla: caminar hasta la cima, tomarse unos mates y disfrutar de esos miradores naturales en silencio. âEstas montañas fueron dormideros de pumas años atrás ârompe el silencio Sebastián, mientras prepara el mateâ. Pero los lugareños los echaron a escopetazos porque les comÃan las ovejas. Más adelante están los restos del bosque petrificado, pero esa caminata sà que es larga.â Ese rato en la cima devuelve la calma al trajÃn con que llegamos, y permite observar la vastedad de un suelo extrañÃsimo. La vuelta trae premio, pero antes hay que llegar a la camioneta. El retorno puede realizarse por el sendero inicial, o intentar una alternativa poco recomendable, ladeando los picos por el sector oeste, enfrentando la oscuridad y algunas figuras de troncos secos hasta hallar la huella del camino.
A OSCURAS Para quien es peregrino en tierras ajenas, la vida en este ambiente se asocia al sacrificio de la gente, arraigada a un espacio rústico y sin mÃnimas comodidades. Pero la visión del otro suele reparar esas grietas en las que se hace foco y aportar visiones circulares, que entienden la existencia como un ciclo donde cada uno es parte de un todo mayor. Nadie se ve, pero cuentan que en las cercanÃas habitan personas muy mayores, visitadas cada tanto por hijos y nietos que viven en Amaicha. Doña Rosita, representante de la Fiesta de la Pachamama, es una de ellas.
Esta vez, sin embargo, no la visitamos a ella sino a Esteban y Eva Aguilar, a la pequeña Vanina y al tÃo coplero de la familia, Don Paco. El recibimiento es excepcional. Sebastián nos presenta, entrega pilas para las linternas hogareñas (única luz nocturna) y bajamos los alimentos. La casa es de adobe y pequeña, con algunas sillas y una pequeña galerÃa. Pero el espacio se hace grande, como siempre ocurre cuando la amabilidad no es impostada. Nos acomodamos mientras los leños se encienden para cocer el arroz y guisar las verduras, a la vez que el vino desata los recuerdos encofrados de Don Paco. Por él la familia tiene un afecto especial, al ser el mayor de la casa y un hombre lleno de historias. Nada mejor para escucharlas que un anfitrión como éste, y una buena noche de luna.
âDe chango sentà por primera vez lo que era la emoción. Cabalgaba cerro arriba buscando la sal que mi mama me habÃa encargado. Mi tata era bueno, mi mama era malaâ, frena y aclara. âAsà que iba rapidito, pero vi algo raro y despegué del animal: era el filo de una vasija, que se asomaba entre el yuyal. Cavé largo rato hasta que la dejé descubierta. Cuando metà la mano... ¡ahh!, me asombré. Agarré el bulto y lo metà en la alforja, y salà con el zaino echando piqueâ, nos intriga.
Toma un trago y va mechando coplas como quien busca aliento para seguir la anécdota: âLos gallos cantan al alba. Yo canto al amanecer / Ellos cantan porque saben. Yo lo hago por aprenderâ, señala con la mano como conectando aquello con el relato, en la oscuridad de la casa. Continúa: âLlegué nervioso, y mi mama me retó fiero. A la noche salà despacito y lo saqué de la alforja. Me metà a la pieza y los nervios me comÃan: era un tesoro de los indios. Una chanchita de oro con siete chanchitos adentro, también de oro, más chiquitos. Me acuerdo de que lo conservé en secreto hasta que fui mayorâ.
El guiso llega a la mesa y el pan se reparte de mano en mano, en silencio, esperando que Paco prosiga: âYa de grande me encontré con la Salamancaâ, tira asà como si nada. â¿La Salamanca? ¿La casa del diablo donde uno entrega el alma a cambio de placeres?â, preguntamos. âSÃ. Yo venÃa galopando y a lo lejos vi una luz. Cuando me acerqué... ¡uhh! HabÃa gente bailando desnuda, fuego y una puerta. Pegué la vuelta y ni chisté. Tiempo después se me clavó el caballo. No querÃa avanzar. Bajé a ver qué pasaba, y nada. Al subir se cayó el maniador y el bozal, y el zaino se enloqueció. Yo venÃa cansado, pero para mà ése era el Mandinga. Saqué mi cuchillo y grité: â¡Conmigo no, Mandinga! ¡VenÃ, venà que acá te espero!ââ, cuenta nervioso y gesticula como si la escena fuera ahora y aquà mismo. âSopló un viento y el zaino se calmó. Me fui nomás, atento pero tranquilo. No hay que temer, hijo, porque, si no, el Mandinga se da cuenta.â
Comemos lo que queda del exquisito guiso y escuchamos algunas coplas más, aunque ya es tarde. Debemos partir, pero antes la concurrencia le insiste a Paco para que nos despida con su caja. El golpe nos traspasa como sus historias, y retumba a lo lejos, sobre los cerros barrosos: âYa estooooy por irme / Ya estooooy por irme / Y tiempo me falta, para despediiiirmeâ. Sebastián nos lleva de regreso al pueblo y nos desea buen viaje: âQue la Pacha los acompañeâ. Levanta su mano en saludo sincero, y nos vamos. En el camino identificamos decenas de lucecitas y brillos, y pensamos internamente qué habrá por allÃ, en esa inmensidad. Qué otras historias guardará Paco
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