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A esa altura, luego de haber sido testigos de la historia que se cuenta en La carga más preciada, esas preguntas tácitas demandan respuestas que no son tan complicadas de dar. Las mismas implican para el espectador no solo una toma de posición activa frente a lo que se acaba de ver, sino también de cara a ese pasado que hay quienes dicen nunca ocurrió. Y más aún, frente a las reverberancias de ese pasado que aún hoy se perciben con claridad.

La historia comienza con ese delicado balance entre ternura y crueldad que caracteriza a los cuentos de hadas. Una pareja de leñadores que vive en el bosque sobrevive como puede a la hambruna y miseria provocada por “La Gran Guerra”. Sola y sin haber cumplido su sueño de ser madre, una mañana bajo una nevada copiosa ella ve pasar el tren y le ruega que su paso deje algunas sobras para calmar su frío y su hambre. Pero lo que el tren le deja es una bebé. La felicidad de ella contrastará con la furia del leñador al enterarse de la novedad. “Si viene del tren: ¿sabés de que raza es?”, pregunta. “¡Es una despiadada! Mataron a Dios, son ladrones y no tienen corazón”.

En tiempos de negacionismos recargados, Hazanavicius opta por narrar una fábula oscura que intenta ser una bofetada para los que se empeñan en serruchar la historia a gusto. O peor: negarle a otros no solo la dignidad de una identidad, sino el derecho a la existencia. Y aunque la película refiera al Holocausto, es muy fácil proyectar su mensaje sobre conflictos muy concretos del presente. Los negacionismos siguen ahí, vociferan, no se ocultan. La intención de la película es clara y hasta noble, podría decirse. Tan clara como la decisión de apilar tragedia sobre tragedia, un impulso que apunta más a revolver el corazón del espectador de lo que suma a la dramaturgia del relato.

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