Recuerdo que fui a buscar el celu –posiblemente fabricado a pocos kilómetros de allí- para tomar unas fotos y al volver advertí algo sorprendente, angustiante, inesperado. Esas decenas de bellísimos animales se daban de frente con la escollera del puerto. Algunos contra la costa, que a esa altura era como una pequeña playita. Algo incomprensible. Quizás desorientados por algún sonido. Me impactaba advertir que ellos también son vulnerables, que se equivocan. Que la chocan. Que necesitan nuestra ayuda. En ese momento fui testigo de un espectáculo conmovedor. La gente se metía en el agua para ayudar a los delfines varados. Los abrazaban entre tres o cuatro personas y los redirigían hacia el mar. Fueron largos minutos de trabajo. Una solidaridad más allá de todo cálculo o prevención. Quiero decir: personas con su ropa de calle abrazando a un delfín en medio del agua. Algo que me reconciliaba con nuestra cosa humana, tan descuidada para con el planeta que nos alberga. (Parece que no es necesario privatizar las ballenas, como proponen los libertarios). De hecho, luego me enteré que algunos pocos delfines, atrapados debajo del muelle, fueron rescatados por buzos voluntarios. Muchos estaban lastimados por las piedras. Si, la habían chocado, mal. Como nosotros. Como este país que parece elegir los sin salida económicos como manera de resolver los problemas políticos. Soluciones que dejan a miles sin trabajo, sin salud, sin educación. Sin vivienda. Y la entrega de nuestro patrimonio. Recordé aquel conmovedor episodio con los delfines cuando leí sobre la eliminación de aranceles a los celulares importados y sus consecuencias para la población fueguina. La están chocando. Hoy los aranceles corren para la condición humana. Otro territorio. Otra desorientación.
De hecho, dos años después del episodio con los delfines, en un acto rayano con la ignominia Javier Milei se reunió en la ciudad de Usuahia con la jefa del comando sur de los Estados Unidos para declarar su total alineamiento con el país del Norte. De esta manera, mientras la bandera yanqui flameaba junto a nuestro pabellón nacional, el actual presidente de la Nación anunciaba la construcción compartida de una base naval en Tierra del Fuego. Junto con la ampliación unilateral de la zona de exclusión concedida gustosamente por el presidente al canciller británico, un teatro de operaciones de la OTAN en nuestra isla austral es el oscuro horizonte que asoma para nuestra soberanía. Si es cierto que un territorio no es un mapa sino los cuerpos hablantes que lo habitan y que, por habitarlo, al hablar lo constituyen: ¿Qué consecuencias para la subjetividad de nuestra comunidad arroja tal sometimiento territorial?
En 1933, año en que por vía democrática Adolf Hitler asumía el poder en Alemania, Sigmund Freud escribía su conferencia titulada “La descomposición de la personalidad psíquica”. Dicho texto comenzaba con una sorprendente descripción: “lo reprimido es para el yo tierra extranjera, una tierra extranjera interior, así como la realidad -permítanme la expresión insólita- es tierra extranjera exterior”[1]. Es decir, construimos una realidad más buena o más mala a partir de lo que no sabemos –o no queremos saber- de nosotros mismos. Lo cierto es que cuanta más negación, más desatinos y crueldad. Por ejemplo, ese sentido común que, en muchos casos, puede justificar las tonterías o canalladas más estremecedoras. Incluso la oscura tendencia a transformarnos en objetos dispuestos al sacrificio a cambio de las bonanzas que el Amo de turno nos promete hacer realidad. Realidad extranjera, o sea.
Por lo pronto, los actuales avatares que atraviesa nuestro país no podrían ser más ilustrativos de la perspectiva con que Freud traza en términos territoriales la experiencia humana. Un presidente consagrado en las urnas dispuesto a convertir a nuestro hogar en realidad extranjera para así sumirnos en la perplejidad, en el desconcierto, en la locura de no saber ni quiénes somos. En la desorientación. De allí el brutal ataque que el gobierno de Javier Milei lanza contra la cultura argentina en su más amplia acepción. Desde la ciencia hasta las artes, pasando por los juegos, el deporte y -tal como se intenta hacer en Tierra del Fuego- también con las industrias, el mandatario libertario declara su infame propósito de borrar las huellas con que la historia argentina marcó al pueblo de esta Nación. Su dolor, sus gestas, sus hallazgos, sus conquistas: el marco simbólico que regula la vida en común. Vivimos un tiempo en el que la tierra extranjera freudiana rebalsa todo límite de la realidad. Un tiempo de locuras donde lo imposible parece borrarse a expensas de un empuje desvariado dispuesto a descomponer la personalidad psíquica de una Nación. Para chocarla. Mal. Muy mal. Sin embargo, algo de lo propio en el Otro, de la empatía, aún sigue latiendo. Podemos arrojarnos al mar para ayudar a un delfín. Poner el cuerpo para salvar a una criatura cuya belleza nos enamora. Y con probabilidad este sea el territorio más propiamente humano: esa desconcertante desorientación entre el amor y el odio. Quizás se trate, una vez más, de cruzar la cordillera de la ignorancia para que algo deje de servir a la negación y la crueldad. Abrazar nuestra condición humana. Hacernos cargo de ella. Para abrazarnos. Como a los delfines.
Hasta en el Fin del Mundo.
*Psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.
[1] Sigmund Freud, S. (1933) “31° conferencia. La descomposición de la personalidad psíquica” en Obras Completas, A. E. Tomo XXII, p. 53.
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