El Turco me venía a buscar para que le pateara penales, porque él era arquero. Tenía el mismo buzo negro que lo llevó a la gloria deportiva en la escuela secundaria -ya casi ni le entraba- los guantes finos y gastados de un plástico símil cuero, y unas bermudas de jean cortados. El Turco no dejaba nunca de ser metalero, ni debajo de los tres palos.

En el sueño, todavía éramos jóvenes. Lo probaban circunstancias tales como el estudio y alguna novia abandonados, el pelo entero, y cierto fastidio disimulado por el alcohol. Yo había estado intentando ver un partido de fútbol codificado en la tele con un pituto que le había comprado a un tipo en la calle, pero se veía mal. El partido y el sueño se veían mal. Había cierta bronca que le hacía exigirme al Turco que le pateara “fuerte y a un ángulo” mientras caminaba para atrás midiendo la distancia entre la pelota y el arco improvisado.

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Aquella década se hizo tan larga como una vida. Los años noventa fueron lo que el cafetín para Discépolo: una escuela de dados, timba y la poesía de no pensar más en uno. “Uno” es importante. Es más que un “yo”, menos todavía que un nosotros. Uno, como ese otro gran tango de Discepolín, el que busca lleno de esperanza. Uno es la voz de la aventura de la existencia, un tango con música de Sartre y letra violenta de Artl, el gran adelantado del existencialismo en estas pampas.

En esa época pasó de todo: la formación, la orfandad. El desconcierto ante el giro del mundo, cuando casi nos quedamos sin historia, aquello que Fukuyama soltó como un brulote y recién ahora lo estamos entendiendo; perdón “Fuku” y perdón Bilardo, porque si no hubiera sido por Codesal…

Así empezaron los noventa: con el penal que nos cobró Codesal en la final del mundial y los derrumbes con efectos globales que nos pegaban sin entender por qué. 

Allí nos aferramos a la deriva, a andar de un lado para otro buscando sin saber muy bien qué: cobijo, un plato de fideos, alguna película o libro donde meter la cabeza. En esos años, la amistad con el Turco se conquistó en la fuga, en el juego suspendido cuando un Amor fue bueno y final, un gol sobre la hora del siglo.

En esos años todavía lo tenía cerca.

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¿Será cierto no más el eterno retorno de lo mismo en todas las cosas? Todo gira para regresar al mismo punto de tensión, a la misma y grotesca mueca de la decepción. ¿Uno tendría que vivir siempre de la misma manera lo que ya ha vivido? La pregunta de Nietzsche, retorna como un eco en los sueños y en la vida.

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Ahora me parece que lo que viene a decirme ese sueño es algo que tiene que ver con el verosímil. En un mundo hiper-cuestionado de manipulación de la verdad, es una paradoja boba que se siga reclamando el verosímil para el relato de ficción. 

Leo en estos días a Juan Sasturain, y encuentro en su paciencia y constancia de años en la construcción del personaje de Etchenike, un acto de resistencia. Que lo conecta con mi sueño, con el penal, con los años juveniles. Hay algo que me dice que Uno está vivo otra vez, con la misma inocencia de entonces, más lo que ha leído y acumulado simbólicamente, de cara a aquellos tiempos que hoy se repiten. 

Por eso no hay que caer en la tentación de tachar con gesto de crítico a ninguna “ficción de resistencia”. Por ejemplo: que no pueda existir un detective de novela negra en Buenos Aires. Hoy esa idea se ha caído si se compara con el nivel de inverosimilitud que alcanza la realidad.

Siempre hay que lidiar con el verosímil, la maldita carga que no nos permite ser libres del todo, que agrega notas y paratextos en las ficciones para que los críticos no nos zapateen. 

Hay una nota así en Tinta China, la última novela de Juan que estoy leyendo, y hay otra nota similar en El penal más largo del mundo, el cuento de Soriano, donde el propio autor discute con un empleado de Entel que le cuestiona, nada más y nada menos, que la verosimilitud del relato.

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Si algo nos vamos a llevar como un triunfo es la historia de lo que Uno es/ quiere ser/ intenta ser, es decir: un relato; el relato de las grandes pasiones siempre exageradas y deformadas que convocan a una libertad mejor, más ancha, más duradera, más inclusiva, más ética.

El Turco lo sabía, la ejerció en la vida. Para que sea un gran relato no puede ser verosímil, necesita contener elementos poderosos que se han de enfrentar con lo frágil y lo efímero, con la muerte y la soledad.

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Yo sé, acá en este mundo consciente, que el Turco no está, que su vida se truncó en algún momento lejos, cuando se fue, vaya a saber detrás de qué promesa para ser él mismo, o la idea que tenía de sí; su historia jugada en un segundo tiempo, como si la vida le hubiera dado otra oportunidad, ahora retorna al punto inicial fijada en mi sueño. Pero también sé, porque ahora lo escribo, que él me ha atajado todos los penales: abajo, arriba, parado en el medio, adivinando, sacándose la bronca hasta que se hizo de noche y nos quedamos fumando y mirando la luna sin decir nada más.

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