En los campos de todas las batallas que la parte mala de “el ser humano” no para de generar, los muertos se multiplican. Son tantos, pero tantos, que no hay cementerio que logre cobijar esos cuerpos rotos, ni tiempo para las lápidas que recuerden a uno por uno.

Cada territorio que tiene alguna frontera fue robado a punta de lanza, de pistola, de má, de bombas, de drones asesinos. Los pies de todes y cada une pisan polvo de huesos de muertos en combate.

Este “ser humano” hace guerras. Pero los seres humanos no. El humano genérico hace guerras porque en ese significante se pierde su invasor y su invadido, su opresor y su oprimido, su atacante y quien resiste.

En cambio, los seres humanos, que son pobres o son ricos, viven en un territorio ocupado u ocupan un territorio de otros, no “están en guerra”. Padecen o hacen padecer.

Los eufemismos tienen el poder del silencio. De no nombrar lo que se esconde debajo de esas formas retóricas. “Conflicto de Gaza”. “Campaña del desierto”. “La noche más oscura”. “Desaparecidos”. ”Holocausto”. “Las cruces de Ciudad Juárez”. “Los cuarenta y tres de Ayotzinapa”. Y tantos otros eufemismos. En todos y cada uno de estos modos de decir sin decir, de mostrar ocultando, de nombrar sin verbos, hay muertos sin sepultura. Fantasmas que aúllan de día y de noche. Y en las masacres hay Antígonas que son capaces de todo para enterrar a sus muertos.

Antígona es la historia de una joven que se niega a obedecer una ley injusta. En Tebas, su hermano ha muerto en una guerra fratricida y el rey Creonte, en su nuevo afán por instaurar orden, prohíbe enterrarlo. Antígona desobedece. No lo hace por romanticismo ni por heroísmo gratuito, sino porque sabe que hay cosas que están por encima de las leyes del poder: la dignidad, el duelo, el amor que no se negocia. Su acto es pequeño pero radical: enterrar un cuerpo. Y con eso, entierra también la obediencia ciega, el silencio impuesto, la cobardía colectiva.

Antígona, aunque lo paga con su vida, logra lo que miles y miles de mujeres en todo el mundo no han logrado y siguen sin lograr: enterrar a sus seres queridos. Se ha dicho mucho acerca del duelo, individual y colectivo, y de cómo estas dos instancias son los dos polos de una misma dialéctica. Sin acto público de ritual mortuorio no hay duelo íntimo. Y también viceversa.

No quiero, de ninguna manera, desdeñar el deseo legítimo y audaz de quienes siguen deseando, 50, 100, 200 años después de los asesinatos, recuperar los huesos de sus seres queridos, de esos familiares a los que tal vez no se ha conocido, pero que forman parte de lo inconcluso de una familia. Pero, y tal vez porque la sangría de vidas humanas a la que los poderosos nos someten me tiene contra el piso, me permito abrir una pequeña grieta.

Es clara, no hace falta insistir en ello, la intención de los perpetradores de las masacres de negar la posibilidad de integrar a los luchadores y luchadoras al lenguaje, a la narrativa de nuestra historia. Por añadidura, es explícita también la perpetuación de la tortura y su extensión a las familias, negando no sólo el ritual del duelo, sino la posibilidad de conocer el modo, el lugar, las circunstancias de esa muerte. La idea de los portadores del poder, antes y ahora, es no sólo la de una negación, sino de una forclusión, para decirlo en términos lacanianos: no negar el afecto asociado a los hechos, sino los hechos mismos. En el eufemismo de “desaparecidos”, las acciones de secuestrar, torturar, asesinar, eliminar y esconder los cadáveres quedan más que ocultas: desaparecen. El desajuste del tiempo ha logrado que la economía del derecho (crimen, ley, castigo) --juicios de lesa humanidad-- quede para siempre incompleta. Pero aun si la justicia hubiera actuado en tiempo y forma, aun si se hubiera encarcelado a todos los culpables (los juicios han puesto en el banquillo de los acusados a un porcentaje mínimo de los responsables del terrorismo de Estado), la ausencia de cuerpos hace imposible el cierre del círculo. La insatisfacción, la sensación de que queda pendiente algo (¿la venganza de la que habla Derrida?) trasciende a los familiares: se disemina en la sociedad entera. No estoy segura de que la entrega de los cuerpos torturados y la apertura de los archivos con la información de todos los centros clandestinos de detención hubiera logrado cerrar “ese capítulo funesto de nuestra historia”, como suelen decir los medios de comunicación, o solían decir antes de esta era de avanzada de la derecha. Pero lo cierto es que, sin enterramientos, sin actos performativos del duelo, todo queda para siempre abierto. Y los espectros viven mal entre nosotros. Reclaman en un idioma que la gente parece no entender, pero no puede dejar de sentir. El poder de un espectro es inconmensurable y, ciertamente, imprevisible. Hace muchos años, en una de las Marchas de la Resistencia que organizaban las Madre de Plaza de Mayo los primeros días de cada diciembre, un pasacalle recibía a los manifestantes: “La sangre de nuestros muertos será vengada cuando nuestro pueblo sea feliz”. La justicia nunca es un acto de cierre, sino una maldición, un dolor para una parte de la sociedad. Si el pueblo va a ser feliz, será porque los dueños del capital van a sufrir un despojo. La justicia, entonces, será sangrienta, y no un civilizado y performático acto realizado en un tribunal.

Se me podrá aducir, con razón, que los muertos enterrados podrían producir el mismo efecto. Porque, como dice Libertad Demitrópulos en su genial Río de las congojas, “en la derrota late el desquite”. El rey Hamlet había sido enterrado con todas las pompas, y sin embargo su espectro logró llegar hasta el príncipe para inocularle el deber de vengarse. Los muertos sin sepultura se convierten en fantasmas, pero también en mitos. Nadie sabe qué cantidad de muertos dejó la dictadura. Bueno, los genocidas saben. Pero los que dicen la estupidez de que los desaparecidos son tantos como las denuncias hechas (que es tan estúpido como decir que hay tantos abusos sexuales infantiles como denuncias hay registradas en la Justicia); no saben cuántos son y nosotros ciertamente, tampoco. No lo sabemos, pero sabemos que son treinta mil. Porque nuestros muertos son fantasmas de esos que hacen algo más que chirrear con las cadenas o asustar a los incautos en casas abandonadas. Nuestros muertos son de ese tipo de fantasma que nunca se sabe lo que hace o lo que está dispuesto a hacer.

Los sometidos, los derrotados, los vencidos, caminamos con los fantasmas de todas las masacres que los poderosos vienen perpetrando desde que un tipo peludo y musculoso agarró un palo y decidió que esa cueva era para él solo. Nunca se sabe qué forma pueden tomar esos espectros, pero lo que sí sé, las voces del viento lleno de gas pimienta me dicen, lo que siento con esa certeza de las cosas inexplicables; es que nuestros fantasmas tienen vocación de poder.

 

Y hablando de fantasmas, vayan a buscar Fantasmas de la dictadura, de Mariana Tello Weiss. Después tomemos la mano etérea y espectral de los muertos de todas las revoluciones que no llegaron a ser, y deseemos a lo grande. Que para chiquitaje está la política electoral.

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