Owen está escondido en su habitación con la vista clavada en el televisor cuando aparecen las imágenes de una publicidad de The Pink Opaque, una serie sobre dos chicas con poderes mentales que luchan contra villanos monstruosamente risibles, como un cono de helado gigante con cara de enojado. Aunque parece un sketch de Diego Capusotto, lo cierto es que le dan muchas ganas de verla. Pero hay un problema, y es que las emisiones son los sábados a las 10.30 de la noche, quince minutos más tarde de la hora de irse a la cama impuesta por mamá. Días después, el chico de 12 años tiene una jornada festiva en el colegio donde conoce a Maddy (Brigette Lundy-Paine), una chica cuyo misterio le resulta tan seductor como la guía de episodios de The Pink Opaque que está leyendo, razón más que suficiente para emprender una charla. Y ya nada vuelve a ser como fue.

Dado que Owen no puede verla, comienza entre ambos una suerte de amistad articulada en la obsesión de ambos por la serie, y el envío de VHS rotulados y con descripciones de ella hacia él. Lógico: como buenos adolescentes, están desconectados de casi todo, ensimismados en sus inquietudes y anhelos, y se sienten más cercanos a los personajes de ficción que a los padres, a quienes prácticamente ni se ve.

Un detalle nada menor es que la acción de Vi el brillo del televisor se ambienta a mediados de la década de 1990, cuando lo más parecido al “cine a la carta” ofertado por las plataformas de streaming era el videoclub o la grabación casera de videos. Esto aporta la pátina de nostalgia indispensable para lo que en la superficie luce como un artefacto concebido según los vientos del género coming of age contemporáneo. El último componente es una banda sonora que emula el sonido de algunas bandas indies de los '90, igual que ocurre en las centenas de películas sobre dos adolescentes un tanto solitarios que no encajan en ningún lado, salvo entre ellos, y utilizan un interés común para forjar una amistad.

Pero lo cierto es que el segundo largometraje de Jane Schoenbrun –exhibido en varios festivales de renombre como Berlín, Sundance y San Sebastián, y ahora disponible en la plataforma Max– recorre caminos mucho más extraños, proponiendo un relato doliente y de largo aliento temporal que, especialmente en su segunda mitad, no se parece a nada. O sí, pero a muy pocas. Se parece al cine de David Lynch, en tanto se plantea un universo donde la cultura pop, con sus colores chillones llenando la pantalla, está filtrado por los mecanismos de una vigilia y en el que la ensoñación y lo pesadillesco se entrelazan con la realidad. O a Poltergeist, con la televisión operando como pórtico hacia lo que podrían ser nuevas dimensiones. Por su parte, durante los compases de la primera mitad del metraje hay una mirada triste, apática, tediosa y melancólica sobre la adolescencia que recuerda a Adventureland.

Las malas nuevas se acumulan en la vida de un Owen ya entrando a la adultez (Justice Smith): la muerte de su madre, la cancelación de The Pink Opaque y, lo peor, la desaparición repentina de Maddy, que se esfuma dejando como rastro un televisor incendiado en el patio. Sin su serie favorita, al cuidado de un padre que no parece quererlo (Fred “Limp Bizkit” Durst) y sin la amiga con la que compartió largos sábados a la noche escapando del ojo de los padres, Owen deberá enfrentar la más absoluta de las soledades. Con Maddy se va también la solapada ternura de un relato que abrazará lo misterioso, lo desgarrador y hasta lo siniestro durante el triste peregrinar de un hombre quebrado emocional y físicamente

Este artículo fue publicado originalmente el día 17 de abril de 2025

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