Mientras tanto, en la competencia oficial –donde Un simple accidente, del iraní Jafar Panahi, suena como la fuerte candidata a la Palma de Oro-, la directora estadounidense Kelly Reichardt presentó The Mastermind, un film muy representativo de su obra y por lo tanto mucho más medido que Yes, pero que también da cuenta del signo de los tiempos, a través de una mirada en escorzo. La acción transcurre hacia 1970, en una pequeña ciudad del interior del estado de Massachusetts, pero como en Yes las noticias que llegan por televisión también dan cuenta de que el país ha perdido su brújula moral. Las tropas estadounidenses hacen estragos en Vietnam –no muy diferentes a las masacres que se perpetran hoy en Gaza- y en muchas universidades de todo el país los estudiantes que se resisten a la guerra son reprimidos y perseguidos. Nada muy distinto de lo que sucede hoy durante la istración de Donald Trump, aunque por entonces el presidente era Richard Nixon.
En ese contexto de caos y confusión, que a la apacible localidad de Framingham llega apenas asordinado, un joven padre de familia (esposa, dos hijos), decide sin embargo traspasar una línea, de la que ya no podrá volver, como si algo del Zeitgeist lo impulsara a dar rienda suelta a una pulsión de la que ni siquiera él mismo parece consciente. Se llama JB Mooney (encarnado por Josh O'Connor, el memorable protagonista de La quimera), su obsesión es el arte y está decidido a robar del museo local cuatro pinturas del artista Arthur Dove, considerado un pionero del arte abstracto estadounidense. En esa época, la vigilancia de los museos era tan precaria como escasa (faltaban años para que aparecieran las cámaras de seguridad) y el robo, perpetrado a plena luz del día, parece simple. Pero como suele ocurrir en los mejores films del género –desde los de Jean-Pierre Melville hasta los de los hermanos Safdie- algo falla. En este caso, los cómplices son torpes, no hay demasiados sospechosos a la vista y JB Mooney deja demasiados dedos marcados.
Las artes plásticas como tema central ya estaban en la película inmediatamente anterior de Reichardt, Showing Up, que también pasó por aquí por la competencia de Cannes 2022. Pero ahora la notable cineasta, autora de títulos memorables como Wendy & Lucy (2008) y First Cow (2019) utiliza el arte como excusa para hablar de una época que parece distante pero no es muy distinta a la actual. Más ingenua, sin duda, pero no menos cruel y violenta, incluso para personajes como el bueno de JB Mooney, un inconsciente que apenas quería darse el gusto de poseer unos cuadros que iraba. Y con los cuales soñaba, quizás, más adelante, salir alguna vez de pobre.
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